Estos días he leído el estupendo libro “El río de la luz” de Javier Reverte, mientras viajaba por muchos de los lugares que el escritor recorrió y que describe en su libro. Igual que él, me he quedado enganchada a la belleza salvaje de Alaska y Canadá, a su inmensidad y naturaleza. El libro de viajes de Reverte, un lujo que ya me gustaría tener cada vez que ando por el mundo, me ha permitido disfrutar doblemente de lo que visitaba.
Javier Reverte planificó su viaje por el Gran Norte, siguiendo los pasos del escritor Jack London. Coincidimos en el gusto por este aventurero que luego escribió sus crónicas, así como por otros norteamericanos como Twain, Conrad, o Melville, grandes narradores que vivieron y viajaron mucho antes de escribir sus grandes obras épicas.
Muchos de los lugares de este viaje, tienen el atractivo de ser inaccesibles por carretera. Sólo se puede acceder a los mismos por barco o avión. El barco tiene que recorrer, en rumbo norte, 1.700 millas marítimas desde Vancouver en aguas de la provincia canadiense de British Columbia, a través de un largo pasadizo, el Paso Interior, flanqueado por imponentes montañas con bosques inabarcables, en cuyas playas desiertas de vez en cuando se pueden divisar osos, y cuyas aguas están plagadas de ballenas jorobadas y orcas, que hacen las delicias de los aficionados a la naturaleza, como yo.
El paso tiene un punto especialmente interesante, el Seymour Narrows, único acceso al norte, en el que hasta hace 50 años existía una inmensa roca sumergida, y en cuyas traicioneras corrientes zozobraron numerosos navíos. Dicha piedra tuvo que ser detonada en una auténtica proeza de ingeniería, con una explosión que fue la mayor habida nunca después de la nuclear. Un sitio y una historia suficientemente buenos para escribir una novela o hacer un guión de película.
Ya en Alaska, los fiordos adornan la costa. Estuve en Tracy Arm, un magnífico entrante del mar de varios kilómetros, con forma de lengua viperina, en cuyas puntas aparecen majestuosos, sendos glaciares. La visión de un glaciar en el mar es estremecedora: por su tamaño, igual al más alto de los rascacielos; por su edad, de hace millones de años; por su belleza, de un azul frío e intenso, irreal. De cuando en cuando se desprenden enormes bloques de hielo que caen al mar envueltos en un sonido pavoroso que se convierten en improvisadas plataformas para las focas, los leones marinos y las gaviotas, y en icebergs moribundos que se alejan lentamente hacia el mar. Los glaciares son misteriosos, ya que todavía no se pueden explicar fenómenos como el de su avance o retroceso de varias millas a lo largo de los años.
Las dos lenguas de Tracy Arm fueron hace tiempo un único glaciar que ha ido perdiendo terreno durante los últimos años. Desde el año 2004 el grado de desintegración de estas moles se ha acelerado hasta una milla diaria, por lo que en 50 años se habrán extinguido para siempre. La navegación por estas aguas se realiza entre numerosos icebergs, cuyo verdadero y altísimo peligro estriba en lo que no se ve. Me acordaba allí del viaje de Mary Shelley cuando escribió su romántica obra Frankenstein y también me acordé del Titanic, un error de cálculo imperdonable de un capitán prepotente.
En Alaska, se pueden evocar la epopeya de los buscadores de oro de finales del siglo XIX. Sólo estando en el escenario de los acontecimientos, en un lugar donde todavía se puede experimentar la pequeñez del hombre frente a la naturaleza, donde todavía existen bestias que pueden suponer una amenaza real para la vida humana, donde las montañas y los ríos son como en la películas, sólo ahí se puede entender lo que supuso entonces, para varios miles de personas, lanzarse a la última carrera de la búsqueda del oro, por la desesperación de intentar cambiar de vida o por la pasión de vivir una vida de aventura.
Tenían los buscadores de oro que enfrentarse a dificultades que ahora se me antojan increíbles: atravesar cientos de kilómetros de tierras salvajes durante el verano en una despiadada cuenta atrás antes de la llegada de un invierno terrible, en el que los ríos y los pasos se iban cerrando con el hielo. Subir montañas formidables con pesadísimos cargamentos de provisiones y herramientas, construir embarcaciones para atravesar rápidos en corrientes de agua helada, desafiar a las fieras, al frío y a las enfermedades. Convivir en poblaciones improvisadas en las que imperaba la ley del más fuerte. Buscar desesperadamente oro en los turbulentos ríos o arañarlo de las entradas de la tierra. Todo ello me resulta hoy una tarea inmensa y me asombro ante el hecho de que muchas personas, hombres y mujeres, fueran capaces entonces de acometer tantas y tan difíciles pruebas.
Además de todo, la mayoría de los buscadores del Gold Rush fracasaron. Otros lo consiguieron pero dilapidaron su riqueza en poco tiempo tal vez porque se perdieron por el camino. Jack London nunca encontró oro pero contó después que la experiencia en Alaska le dio una fortaleza que le ayudó después toda su vida.
Pude atravesar el White Pass en el legendario tren, cuya construcción en 1900 fue una hazaña en tiempo récord en la que participaron 35.000 personas. El tren supuso un gran alivio en la penosa peregrinación de los mineros que tenían que atravesar ese paso de montaña maldito de desfiladeros vertiginosos. Poco duró el consuelo, ya que el oro se agotó casi enseguida. Hoy el paseo por el White Pass es una delicia turística. Desde la ventanilla del vagón se puede apreciar la dificultad de la estrecha senda de antaño en la que todavía se ven, aquí y allá, utensilios oxidados y abandonados.
En mi viaje también pude visitar un campamento de perros de tiro, en el que, algunos de los últimos aventureros de nuestro tiempo, (como Armando, un español que nunca vivió en España), los mushers (conductores de trineos de perros), pasan los veranos con los turistas, para volver en invierno a su vida bajo cero grados entre la nieve, el hielo y los fantásticos recorridos por el norte con sus fieles alaskan malamute y sus trineos.
En Alaska he recordado la importancia de la humildad, de lo pequeños que somos frente a la naturaleza, y del valor, que me han contado las voces lejanas y los sueños de los aventureros del norte. Humildad y valor, una combinación perfecta, son dos puntos de partida para empezar la tarea después del verano.