Una organización mejora más gracias a una persona sublime que a una normativa excelente. Disponer de regulación adecuada es básico, pero es deseable que quien la aplique acopie pericia. Quien no sabe gobernar puede ser calificado como usurpador, por no haberse preparado. Hay circunstancias en las que se ha de pilotar de forma liberal y en otras, quizá el mismo día, el método más adecuado será el impositivo. Optar con acierto reclama apresto. Toda gerencia, al igual que la adquisición de hábitos positivos y cualquier acto de prudencia ha de basarse en un compromiso incondicional con la sabiduría.
El poder ha de ser ejercido soslayando la conveniencia y utilidad propias: corresponde a quien hace prevalecer la justicia, la razón y la verdad por encima de los egoísmos personales o de su caterva de ditirámbicos. Un gobierno autocrático es aquel en el que, incluso cuando se haya ascendido mediante votos, el superior es vil y se empeña en pervertir a quienes de él dependen. ¿Cómo gobernará quien no sabe hacerlo consigo mismo, quien es amoral? Muchos ejemplos tenemos a la vista: desde Putin a Jinping, pasando por Daniel Ortega, Nicolás Maduro hasta otros mucho más cercanos. De la chapucería en la toma de decisiones se derivan daños para los subordinados y para el resto de stakeholders.
El primer hábito comportamental de un estadista es la cordura. Solo puede manejar con acierto quien asienta prudencia. Gobernar no implica agradar a todos, pero sí empeñarse en no dañar o enfrentar a algunos para el propio beneficio y el del grupúsculo que se lucra.
Desde tiempos inmemoriales, se ha empleado la metodología de asesoramiento personalizado para la mejora tanto en cuestiones técnicas como de los hábitos comportamentales y también para el incremento de las virtudes éticas. Basta leer Ética a Nicómaco (LID). En la actualidad, desde hace escasas décadas, ha recibido el nombre de coaching.
La incertidumbre, los vendavales y las tempestades benefician únicamente a los navegantes expertos. Es digno permitir que los amigos nos aconsejen, siempre que cuenten con la preparación precisa. El mejor proceso de coaching implica, en primer término, aprender a gobernarnos a nosotros mismos. Nada hay que descubra más la calidad de cada uno como el poder. Reza el dicho popular: si quieres conocer a menganillo, dale un carguillo. El mejor gobierno es el que, de algún modo, se hace sensatamente superfluo, porque ha logrado comprometer a cada uno de los implicados en la correspondiente iniciativa.
El buen gobierno debe asemejarse a la fecundidad de la suave lluvia que humedece un secarral. Hay directivos que hacen funcionar la maquinaria de la organización, pero provocando acritudes. Navegar con mesura reclama pocas reglas generales, ajustarse a los plazos y entender las coyunturas específicas. Solo se logra con prudencia, capacidad de análisis y visión estratégica. Para administrar se precisa, sin duda, firmeza. Más significativa suele ser la flexibilidad, la paciencia y la compasión. Aprender a dirigir no es un capricho, sino una necesidad insoslayable.
Al igual que para ser cirujano resulta ineludible la acumulación de conocimientos y ejercicio práctico, para proclamarse coach es esencial la experiencia en el entorno directivo. Aconsejo a quienes me preguntan que hay que buscar, valga la chanza, a un coach con canas, calvo, con peluca o implante capilar.
En las tres décadas en las que vengo ejerciendo coaching de alta dirección he dirigido muchas docenas de procesos. He encontrado en ocasiones puntuales a decepcionados, porque habían acudido previamente a quienes carecían de usanza y/o de conocimientos antropológicos. El coaching, como cualquier otra actividad, reclama una gestación consistente. Como bien señaló Stalin, y es una de las exiguas enseñanzas positivas del segundo mayor asesino en serie de la historia, la teoría sin práctica es estéril y la práctica sin teoría es ciega.
Uno de los peores despotismos es el que se ejercita camuflado tras las leyes. Es un yerro tratar de conseguir mediante normas lo que debería lograrse mediante costumbres. En el fondo, la legislación superflua debilita la necesaria.
Un paladín ha de mantener la cabeza cerca del corazón. Liderar implica aprender a elegir, con más motivo cuando van transcurriendo los años y se aproxima el final de la carrera terrena. Explicó con acierto Plutarco que “una autoridad que se funda sobre el terror, sobre la violencia y sobre la opresión es, al mismo tiempo, una vergüenza y una injusticia”. Quien gobierna de forma equivocada diluye aceleradamente su liderazgo. Quienes mejor rigen suelen generar poco ruido. Carece de estabilidad todo ejercicio del mando en el que se ausente el pudor o que no tenga en cuenta la ecuanimidad, la honestidad, el altruismo o la clemencia.
Con la violencia puede alcanzarse y mantenerse el poder, pero solo durante un breve periodo, antes de ser recordado como un miserable. El alma, los sentimientos, los pensamientos de una criatura humana quedan claramente a la luz cuando se la ve actuar en el ejercicio del poder. Liderar reclama conocer a las personas, apreciarlas, valorarlas, respetarlas… Y esto no se lleva a cabo sin aprendizaje. Condiciones ineludibles para ser coach es contar con una conciencia firme y con una rectitud avalada por una vida irreprochable. ¿Quién puede explicar qué es la lealtad de la que debe hacer gala un líder, si ha traicionado por hedonismo, egoísmo o codicia? La mayor impostura, parafraseo a Jenofonte, es pretender gobernar a otros sin disponer de capacidad.
Existe un lamentable modo de aparentar grandeza: ser vulgar o inicuo, pero contar con panegiristas. Durante una temporada se podrá engañar, a costa de subvencionar, pero antes o después la persona ha de mirarse al espejo. Cuanto más alto en una organización se sitúa un profesional, más imperioso es que conozca los límites que frenan su arbitrio. Sin moralidad, se acaba siempre en desvarío. Las personas profesionalmente válidas y éticamente decentes son el dedo índice que señala a los demás las trochas que es preciso recorrer personal y corporativamente. Se torna en la práctica improbable establecer esos conocimientos sin la ayuda de alguien en quien depositemos confianza. Cuando alguien comete bajezas, si no cuenta con un satisfactorio desaguadero, acaba juzgando que lo mejor es remediarlas con altivez. De ese modo, se enloda más profundamente.
Llegar a ser lo que debemos ser, sobre todo cuando se ocupa el pináculo, reclama la humildad de escuchar a quien proporciona buenos consejos para, al cabo, aseverar: confieso que he vivido. Podrá clamar entonces el coachee, delimitando la exagerada expresión de Federico el grande: ¿acaso no debemos a los que nos han proporcionado los medios para instruirnos la misma gratitud que a quienes nos dieron la vida?
Desarrollar el alma tiene, en efecto, mucho que ver con generar vida. Un coach puede y debe hacerlo.