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La inhabilitación del CEO

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20 abril 2023
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Desde tiempo inmemorial se ha discutido sobre la licitud y legalidad del tiranicidio. Se han gestado respuestas para todos los gustos. Algunas profundamente sorprendentes y extemporáneas. Opresores sanguinarios han sido y siguen siendo los involuntarios motivadores de ese debate. Entre otros: Hitler, Mussolini, Stalin, Lenin, Mao, los hermanos Castro y más cercanos en el tiempo: Putin, Ortega, Chávez o Maduro.

Hay una cuestión menos drástica, pero radicalmente relevante cuando se contempla a máximos responsables empantanados en la inepcia o en la hybrys. Es decir, en esa ceguera -¡la protervia!- que los griegos aseguraban que los dioses despachaban a quienes querían perder. ¿Cuáles han de ser, en fin, las condiciones que deberían darse y los mecanismos apropiados para incapacitar a un piloto gañán que ha perdido el norte, sin llegar a mayores? El tema no es baladí.

En el 44 a. C., la radical decisión tomada para prescindir de Julio César se materializó en un complot de senadores que se pusieron de acuerdo para finiquitar a quien consideraban enemigo de la patria. El 15 de febrero de ese año, el vencedor de Alesia se encontraba repantingado en una silla dorada en la tribuna de oradores del foro romano. El excelso comandante asumía el poder supremo de la república como dictador perpetuo.

Los romanos repelían la idea de reiterar la desconsoladora experiencia de la monarquía que había regido durante los primeros años tras Rómulo y Remo. El estrafalario Tarquinio el Soberbio (+509 a. C.) seguía presente en el ideario de aquellos que habían conquistado el mundo.

Julio Cesar ordenó anotar en el registro oficial que “el cónsul Marco Antonio, por mandato del pueblo, había ofertado a Cayo César, dictador a perpetuidad, ser rey, y que César no había aceptado”. Con todo, aquella circunstancia generó verosimilitud a los nefastos y aborrecibles presagios de algunos. El mismísimo Marco Emilio Lépido, lugarteniente en la Galia, se alejó cuando Marco Antonio insistió a César para que luciese la diadema. Un mes más tarde, varios magistrados apuñalaron a muerte al invicto del Rubicón.

Aunque no aceptó la corona, sí había admitido un rimero de honores divinos y humanos. Se le reconoció como un dios y se asignó un oficiante para que atendiese a su culto, el flamen Julialis. No faltan quienes consideran que los múltiples ditirambos pre mortem fueron en realidad un sutil y malintencionado modo de desacreditarle al poner negro sobre blanco su innegable jactancia.

Plutarco garrapateó con crudeza que la autocracia de César era una monarquía con otra denominación.

Mucho menos conocidos son sucesos que han afectado a otras instituciones. Por ejemplo, la polémica de casi una década entre Guillermo José Chaminade (1761-1850) y la terna elegida para presuntamente sustituirle de manera parcial: Clauzet, Caillet y el desalmado Narciso Roussel. Todo comenzó por el embarazoso conflicto económico provocado por la salida de Auguste, uno de los primeros, que podría haber supuesto la desaparición de la Compañía de María. El texto de Eduardo Benlloch, “En los orígenes de la familia marianista”, es clarificador sobre un punto soslayado o minimizado en otras biografías de Chaminade.

Mucho más cercano en el tiempo es la abrupta sustitución de Pedro Arrupe (1907-1991) como prepósito de la Compañía de Jesús por parte de Juan Pablo II. Según detallo en “Jesuitas, liderar talento libre” (LID Editorial), uno de los yerros de Arrupe fue diluir la delicada línea roja que existe entre congeniar con los subordinados y no tomar las decisiones adecuadas para que una organización mantenga el oremus.

Traumática fue también la sustitución de François Vincent Coindre (1826-1841), sucesor de su hermano André, primer fundador de los Corazonistas. François Vincent, afectado por el mal de piedra, promovió inmoderadas inversiones en inmuebles que condujeron al borde del abismo a la institución. Sólo la infatigable constancia del hermano Xavier, sustituto de urgencia de François, permitió sortear la bancarrota hasta la llegada de un sensato y estabilizador hermano Policarpo.

Mucho más polémica es la tardía remoción del pedófilo, dilapidador y drogadicto Marcial Maciel (1920-2008).

A la vista de los erráticos comportamientos que para cualquier observador objetivo manifiestan la falta de equilibrio de máximos responsables brota un ineludible interrogante: ¿cómo afrontar la decisión, tan notable como urgente, de sustituir a quien expresa con sus actos y palabras que la estructura del propio magín se encuentra seriamente dañada? ¡Aunque se encuentre en una cúspide regional o mundial!

En el 44 a. C., la radical decisión tomada para prescindir de Julio César se materializó en un complot de senadores que se pusieron de acuerdo para finiquitar a quien consideraban enemigo de la patria. El 15 de febrero de ese año, el vencedor de Alesia se encontraba repantingado en una silla dorada en la tribuna de oradores del foro romano. El excelso comandante asumía el poder supremo de la república como dictador perpetuo.

Los romanos repelían la idea de reiterar la desconsoladora experiencia de la monarquía que había regido durante los primeros años tras Rómulo y Remo. El estrafalario Tarquinio el Soberbio (+509 a. C.) seguía presente en el ideario de aquellos que habían conquistado el mundo.

Julio Cesar ordenó anotar en el registro oficial que “el cónsul Marco Antonio, por mandato del pueblo, había ofertado a Cayo César, dictador a perpetuidad, ser rey, y que César no había aceptado”. Con todo, aquella circunstancia generó verosimilitud a los nefastos y aborrecibles presagios de algunos. El mismísimo Marco Emilio Lépido, lugarteniente en la Galia, se alejó cuando Marco Antonio insistió a César para que luciese la diadema. Un mes más tarde, varios magistrados apuñalaron a muerte al invicto del Rubicón.

Aunque no aceptó la corona, sí había admitido un rimero de honores divinos y humanos. Se le reconoció como un dios y se asignó un oficiante para que atendiese a su culto, el flamen Julialis. No faltan quienes consideran que los múltiples ditirambos pre mortem fueron en realidad un sutil y malintencionado modo de desacreditarle al poner negro sobre blanco su innegable jactancia.

Plutarco garrapateó con crudeza que la autocracia de César era una monarquía con otra denominación.

Mucho menos conocidos son sucesos que han afectado a otras instituciones. Por ejemplo, la polémica de casi una década entre Guillermo José Chaminade (1761-1850) y la terna elegida para presuntamente sustituirle de manera parcial: Clauzet, Caillet y el desalmado Narciso Roussel. Todo comenzó por el embarazoso conflicto económico provocado por la salida de Auguste, uno de los primeros, que podría haber supuesto la desaparición de la Compañía de María. El texto de Eduardo Benlloch, “En los orígenes de la familia marianista”, es clarificador sobre un punto soslayado o minimizado en otras biografías de Chaminade.

Mucho más cercano en el tiempo es la abrupta sustitución de Pedro Arrupe (1907-1991) como prepósito de la Compañía de Jesús por parte de Juan Pablo II. Según detallo en “Jesuitas, liderar talento libre” (LID Editorial), uno de los yerros de Arrupe fue diluir la delicada línea roja que existe entre congeniar con los subordinados y no tomar las decisiones adecuadas para que una organización mantenga el oremus.

Traumática fue también la sustitución de François Vincent Coindre (1826-1841), sucesor de su hermano André, primer fundador de los Corazonistas. François Vincent, afectado por el mal de piedra, promovió inmoderadas inversiones en inmuebles que condujeron al borde del abismo a la institución. Sólo la infatigable constancia del hermano Xavier, sustituto de urgencia de François, permitió sortear la bancarrota hasta la llegada de un sensato y estabilizador hermano Policarpo.

Mucho más polémica es la tardía remoción del pedófilo, dilapidador y drogadicto Marcial Maciel (1920-2008).

A la vista de los erráticos comportamientos que para cualquier observador objetivo manifiestan la falta de equilibrio de máximos responsables brota un ineludible interrogante: ¿cómo afrontar la decisión, tan notable como urgente, de sustituir a quien expresa con sus actos y palabras que la estructura del propio magín se encuentra seriamente dañada? ¡Aunque se encuentre en una cúspide regional o mundial!

Serán psicópatas, benévolos inhábiles para el gobierno, dictadorzuelos, ingenuos, mastuerzos, crueles, renegridos, desalmados, encuevados, monicacos, insulsos bondadosos, nescientes, meros estafermos… O una mezcla de esos u otros paradigmas. Cuando alguien con altas responsabilidades y que debería generar veneración o al menos reconocimiento ignora si las campanas tocan a vivo o a muerto tiene obligación grave de retirarse. Resulta indiferente el motivo de su pérdida de brújula, porque las consecuencias son igualmente gravosas. En temas trascendentales no se puede sorber y soplar al mismo tiempo. Quien arrincona el principio de no contradicción no puede gobernar.

Celestino V (1215-1296) (Piero Morrone), por plantear un prototipo insigne, supo abandonar un timón que no estaba en condiciones de manejar. Asesorado por Benedetto Gaetani, dejó paso a otro. En este caso, el propio Benedetto, que ascendió al solio pontificio como Bonifacio VIII.

Como detallo en “2000 años liderando equipos” (Kolima), antes de caer en las frívolas críticas a estos dos papas es imprescindible documentarse a fondo con, entre otras, la obra de Ennio Cialone: “Io Bonifaccio VIII. Le mie verità”. Hasta que estudié a fondo esa penetrante investigación, que adquirí en Anagni, no había calado en la sabiduría y humildad que manifiesta quien se retira a tiempo. Existen pocos con vestigios de esa humilde grandeza.

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