Este artículo no es solo una reflexión humana, basada en la experiencia personal en circunstancias por las que todos hemos pasado. Es también una alerta estratégica: para un sistema de salud cada vez más exigido, la seguridad psicológica no es opcional, ni intangible. Es una ventaja competitiva real.
Recientemente acompañé a mi esposa a vacunarse. En la sala, una pareja de ancianos esperaba, nerviosa. La hora de su cita había pasado, pero nadie los atendía. Decidí abrir la puerta y vimos al personal médico conversando despreocupadamente. Una enfermera, que reía segundos antes, nos pidió a todos los papeles con frialdad y cara de disgusto.
Esa actitud, ya conocida en esa persona por la pareja que esperaba —más que el retraso— era la que les generaban el miedo y la ansiedad que sentían.
Todavía persiste una idea equivocada entre algunos profesionales sanitarios: creen que mantener una actitud distante, autoritaria o inaccesible es sinónimo de seriedad, rigor o eficacia. Bajo ese enfoque, mostrar cercanía o empatía se percibe como debilidad o pérdida de autoridad. Sin embargo, esta visión no solo está desfasada, sino que va en contra del verdadero profesionalismo médico. Hacer bien el trabajo clínico hoy implica también manejar bien lo relacional y lo actitudinal. La excelencia técnica ya no es suficiente si no se acompaña de habilidades humanas. Ignorarlo no solo afecta la experiencia del paciente: limita el impacto positivo que la medicina puede tener en la vida de las personas.
En medicina, como en la vida, el cómo se dicen las cosas pesa tanto como el qué se dice. Una atención médica técnicamente impecable puede ser emocionalmente hiriente si no está acompañada de respeto y empatía. Por eso, crear un entorno de seguridad psicológica no es un gesto accesorio u opcional: es una responsabilidad profesional.
Los cuatro pilares que describimos a continuación nos ofrecen una guía práctica —y transformadora— para lograrlo:
Hablar claro no es “bajar el nivel”, es respetar al otro. Un médico que, al explicar un tratamiento, usa analogías simples (“esto actúa como un filtro natural en tu cuerpo”) o verifica si el paciente ha comprendido (“¿me explico bien? ¿te quedan dudas?”) genera confianza instantánea.
Ejemplo: Una madre que pregunta si la fiebre de su hija puede ser grave no necesita tecnicismos. Necesita sentir que su preocupación importa.
Una consulta no empieza cuando se abre la historia clínica, sino cuando se establece el vínculo emocional. Preguntar cómo se siente el paciente más allá del síntoma, evitar interrupciones, mirar a los ojos, son los gestos simples que humanizan la medicina.
Ejemplo: Una enfermera que detecta nerviosismo en un paciente y le dice “No se preocupe, estoy aquí para acompañarle y ayudarle” automáticamente transforma una experiencia invasiva en un acto de atención y cuidado.
No hay medicina efectiva sin colaboración. Y no hay colaboración sin confianza. Cuando el paciente participa en las decisiones —desde elegir entre dos tratamientos hasta expresar cómo se siente con los efectos—, se compromete más y cumple mejor.
Ejemplo: Un médico que dice “Te explico dos opciones, y tú eliges con lo que te sientas más cómodo” está reconociendo al paciente como protagonista, no como receptor pasivo.
Las instituciones y los médicos que crecen son los que se permiten escuchar para mejorar. Preguntar al paciente cómo fue su experiencia, facilitar canales para sugerencias, o incluso incorporar y discutir esa información en reuniones clínicas, es un acto de evolución profesional.
Ejemplo: Una clínica que reorganiza la gestión de los turnos de atención luego de recibir quejas constantes sobre tiempos de espera no solo mejora su eficiencia, también eleva su reputación.
Más allá del valor humano —que es incuestionable—, apostar por la seguridad psicológica es también una decisión rentable.
Y eso, en medicina, puede salvar vidas. Implementar la seguridad psicológica es construir consultas donde los pacientes no teman hablar, no escondan sus dudas, no se sientan inferiores. Es darles un lugar donde empezar a sanar también el aspecto emocional de su problema de salud.
¿Y si empezáramos a medir la calidad de la atención médica no solo por los tratamientos, sino también por cómo se siente la persona al cruzar la puerta del consultorio?