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Un bufón al volante

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18 abril 2023
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En mis casi cuarenta años de actividad profesional, he tratado con cientos de directivos en los cuatro continentes a los que mi oficio de formador y asesor de alta gerencia me ha llevado y me sigue trasladando. Una aplastante mayoría, esforzados en la brega por alcanzar objetivos a la vez que respetan a sus colaboradores. También he tenido oportunidades puntuales de tropezar con sujetos con claros sesgos patológicos. Aludo a uno de esos gañanes. Él, entre otros, fue musa para mi estudio Patologías organizativas.

Conocí a aquel paradigma de lamentable directivo y peor persona durante el periodo que colaboré con una universidad privada madrileña hace casi tres décadas. El conspicuo espécimen aseguraba, entre gansadas misceláneas, que había inventado Internet. No sin antes aseverar que nada en el entorno de la energía eólica, eléctrica o nuclear en toda Europa se movía sin su consentimiento. Lo peor es que aquellas falacias no cruzaban velozmente por su trastornada mente, sino que habían echado raíces y llegó a considerarse un Napoleón de la economía de la empresa. Como en la fábula del rey desnudo, solo él y su caterva de catetos se regodeaban en sus chuscas fantasmagorías. Por decirlo en breve, era un tonto solemne.

Por aquellos días, la editorial Ariel me encargó un libro coral sobre el estado del arte de la dirección estratégica. Propuse a un buen amigo, Patricio Morcillo, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, que colaborara conmigo en la coordinación de la obra. En una reunión con la flor y nata de los próceres de la materia, al enumerar Patricio y yo a los potenciales coautores del libro –catedráticos del área– y aparecer el comediante al que me he referido, varios refrendaron al unísono:

-Ese no tiene nada que decir.

Certifiqué que todos estaban al cabo de la calle. Solo quienes dependían de aquel cómico impropiamente encumbrado seguían poniendo cara de asombro ante la retahíla de soserías que articulaba. El estupendo libro coral, gracias también a la ausencia de aquel nesciente, apareció, por cierto, en septiembre de 2002. Durante años pensé que nunca volvería a conocer a un homínido semejante. Sin embargo, la capacidad de asombro puede ser siempre superada.

Incluso el mejor de los ciudadanos en alguna ocasión se ve obligado a matizar la verdad; el aprieto se exacerba cuando alguien no distingue entre realidad e invención. Vivir de la farsa constituye el arte específico del mediocre y el búnker de los viles.

La doblez no puede mantenerse durante un tiempo prolongado. El engaño funciona en espacios acotados de tiempo. Se emplea con propósitos espurios y procede del padre de las obcecaciones. Como señaló Emerson, “toda violación de la verdad no es solamente una especie de suicidio del embustero, sino una puñalada en la salud de la sociedad humana”.

No existe en el planeta un fulero tan selecto que sea capaz de tergiversar de manera impoluta. En el fondo, la quimera solo engaña a quien la fórmula. Cuando quien vive de las añagazas asciende en la jerarquía de una organización –¡qué decir cuando de un país se trata!–, los perjuicios se multiplican. La huera candidez de los patrañeros los lleva a considerar que son creídos. ¡No es así salvo en puntuales circunstancias o únicamente por los más romos! Sobre esto he tratado en dos artículos complementarios sobre el chófer loco.

Quienes siguen coreando ditirambos del zumbón lo hacen por bufo candor o por interés, pues saben que cuando aquel patético histrión se despeñe, ellos se derrumbarán al unísono. Así lo he explicado en ocasiones a quienes juzgan incomprensible que un cercano mendaz malsano, valga la redundancia, haya llegado al pináculo de su patria y personas presuntamente inteligentes sigan bailándole el agua.

Quien inició su carrera plagiando se habitúa al fingimiento, porque solo nuevas falacias podrán ocultar la primigenia. El hábito de la simulación, parafraseo a Ruskin, arranca con un desasosiego y concluye en la incapacidad mental, en forma de chifladura.

Quizá no haya nada que envilezca tanto a una criatura humana como la mentira. Es un vicio ruin, abominable, antiestético, propio de siervos, de infames, de miserables… Empeora cuando el indigno bolero mezcla en su plática algún dato verdadero, pues acrecienta la dificultad para desbrozar sus perfidias.

Ganaríamos mucho mostrándonos tal como somos, en vez de imitar a esos enanos mentales inicuos que trastabillan bajo estructuras de gigantes y cabezudos. Antes o después, se desvelarán las vergüenzas de quienes se empeñan en mantenerse en un vértice que les supera por todas partes.

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